reflexionó durante una hora de tiempo. Luego, al- zando la cabeza, le dijo: ¡Oh hijo de Abderra- mán (¡Alah colme al difunto con sus gracias!) sabe que distribuir á manos llenas el oro y la plata á los necesitados es, sin duda alguna, una acción de las más meritorias á los ojos del Altisimo. Pero tal acción ¡oh hijo mío! está al alcance de cualquier rico. Y no se necesita tener una virtud muy grande para dar las sobras de lo que se posee. Pero hay una generosidad perfumada de otro modo y agra- dable al Dueño de las criaturas, y es ¡oh hijo mío! la generosidad del espíritu. Porque el que puede sembrar los beneficios de su espíritu en los seres desprovistos de saber, es el más benemérito. Y para sembrar beneficios de este género, hay que tener un espíritu altamente cultivado. Y para tener un espíritu asi, sólo un medio está en nuestras ma- nos: la lectura de lo escrito por las gentes muy cul- tas y la meditación acerca de estos escritos. Por tanto, ¡oh hijo de mi amigo Abderramán! cultiva tu espíritu y sé generoso en lo que al espíritu res- pecta. Y este es mi consejo, ¡uassalam!»
Y el joven rico habria querido pedir al jeique explicaciones complementarias. Pero el jeique ya no tenía nada que decir. Así es que el joven se re- tiró con aquel consejo, firmemente resuelto á po- nerlo en práctica; y dejándose llevar de su inspi- ración, tomó el camino del zoco de los libreros. Y congregó á todos los mercaderes de libros, algunos de los cuales tenían libros procedentes del palacio