Pero ¿qué hizo la maligna doncella de la prin- cesa para introducir consigo al poeta sin traicio- nar su paso? Helo aquí. La noche fijada por su se- ñora, fué en busca del joven, y sin vacilar, se le cargó á la espalda, le sujetó fuertemente pasándole por la cintura un manto que se anudó luego ella por delante, y así introdujo, sin peligro de descu- brirse, al seductor en el aposento de la seducida.
Y el poeta pasó con la vehemente hija del rey una noche bendita, noche de blancura, de dulzura y de calentura. Y salió con el alba, de la misma manera que había entrado, es decir, á espaldas de la joven.
Pero ¿qué sucedió por la mañana? Pues que los adivinos del rey, como todas las mañanas, fueron á examinar los pasos señalados en la arena. Luego fueron á decir al rey, padre de la princesa: <¡Oh señor nuestro! esta mañana no hemos notado mas que las huellas de los piececitos de Ibnat-Ijlán. Pero esta joven ha debido engordar considerable- mente en palacio, pues la impresión de sus pies en la arena es más profunda.»
Y el caso es que las cosas continuaron lo mismo durante algún tiempo, amándose con reciprocidad ambos jóvenes, transportando al amante la donce- lla, y hablando de gordura los adivinos. Y no ha- bría razón para que cesase aquel estado de cosas, si el poeta no hubiese destruído con sus manos su dicha.
En efecto, el hermoso Murakisch tenía un ami-