de la tierra, y que es dueño del más vasto Imperio de este tiempo!» Y allí quedó en pie, presa del espanto, pues habíase dicho: «Cuando un pueblo está gobernado por un hombre como éste, los demás pueblos deben vestirse trajes de luto.»
—Y en la conquista de Persia, entre otros objetos
maravillosos cogidos en el palacio del rey Jezdejerd, en Istakhar, se apoderó de una alfombra de sesenta codos en cuadro, que representaba un parterre, del que cada flor, formada con piedras preciosas, se erguía sobre un tallo de oro. Y el jefe del ejército musulmán, Saad ben Abu-Waccas, aunque no estaba muy versado en la tasación mercantil de objetos preciosos, comprendió, sin embargo, cuánto valía una maravilla semejante, y la rescató del pillaje del palacio de los Khosroes para hacer un presente con ella á Omar. Pero el rígido califa (¡Alah
le cubra con sus gracias!), que ya, cuando la conquista del Yemen, no había querido tomar, en el despojo de los paises conquistados, más tela rayada que la que necesitaba para hacerse un traje, no quiso, aceptando semejante don, dar pábulo á un lujo cuyos efectos temía por su pueblo. Y acto seguido hizo cortar la pesada alfombra en tantos pedazos como jefes musulmanes había entonces en Medina. Y no se quedó con ningún pedazo para él. Y era tanto el valor de aquella rica alfombra, aun destrozada, que Alí (¡con él las gracias más escogidas!) vendió por veinte mil dracmas, á unos mer-