caderes sirios, el retazo que le había tocado en el reparto.
—Y también en la invasión de Persia fué cuando
el sátrapa Harmozán, que había resistido con más
valor que nadie á los guerreros musulmanes, consintió en rendirse, pero remitiéndose á la propia persona del califa para que decidiera en su suerte. Como Omar se encontraba en Medina, Harmozán fué conducido á aquella ciudad bajo la custodia de una escolta mandada por dos emires de los más valerosos entre los creyentes. Y llegados que fueron á Medina, aquellos dos emires, queriendo hacer valer á los ojos del califa la importancia y el rango de su prisionero persa, le hicieron poner el manto bordado de oro y la alta tiara resplandeciente que llevaban los satrapas en la corte de los Khosroes. Y revestido con aquellas insignias de su dignidad, el jefe persa fué llevado ante las gradas de la mezquita, donde estaba sentado el califa, sobre una estera vieja, á la sombra de un pórtico. Y advertido por los rumores del pueblo de la llegada de aquel personaje, Omar alzó los ojos, y vió delante
de él al satrapa vestido con toda la pompa usada
en el palacio de los reyes persas. Y por su parte, Harmozán vió á Omar; pero se negó á reconocer al califa, al dueño del nuevo Imperio, en aquel árabe vestido con trajes remendados y sentado solo, sobre una estera vieja, en el patio de la mezquita. Pero Omar, reconociendo en aquel prisionero á uno de