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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

y ni siquiera te quisiste dejar ver, antes al contrario, con tus razones me matabas, siendo el poseedor de mi más dulce bien? Salud, padre; pues creo ver en tí a mí padre, salud. Sabe que eres el hombre a quien yo más he odiado y estimado en un mismo día,

El Ayo.—Creo que ya hemos hablado lo suficiente, Electra, Las noches y los días van turnando sin cesar, y tiempo habrá en ellas para enterarte detalladamente de todo lo demás. Os repito a los dos a la vez que esta es la ocasión: Clitemnestra está sola, no hay hombre ninguno en casa; si los esperáis, pensad que con ellos y con otros más diestros que ellos tendréis que luchar.

Orestes.—Pues no necesitamos ya de más largos discursos, Pílades, sino metámonos dentro en seguida, después de saludar reverentemente a las estatuas de los dioses paternos que en estos pórticos residen.

Electra.—¡Rey Apolo, escúchales propicio y también a mí, que siempre te he ofrecido con piadosa mano la mayor parte de mis cosas! Ahora, pues, ¡oh Licio Apolo!, te pido por cuanto tengo, prosternada ante tí, y te suplico que nos asistas con tu benevolencia y nos ayudes para llevar a su cumplido término nuestras de liberaciones; y haz ver a los hombres como castigan los dioses el pecado de impiedad.

Coro.—Mirad cómo avanza el furibundo Marte, exhalando sangre. Ya se cobijan bajo el techo del palacio las inevitables Furias vengadoras de abominables crímenes. No tardará, pues, en cumplirse el ensueño que tiene en suspenso mi decisión. Dolosa ayuda infernal les introduce en palacio, antigua y rica residencia de su padre, llevando en sus manos la sangre de recién aguzado filo. Mercurio, el hijo de Maya, los guia furtivamente en su insano furor, llevándolos ocultos hasta el momento de perpetrar el crimen, y no los detiene.