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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

Coro.—Se dijo que lo mataron unos caminantes.

Edipo.—También lo sé yo; pero no hay quien haya visto al culpable.

Coro.—Y si éste tenía algún miedo, no habrá esperado al oir tus imprecaciones.

Edipo.—A quien no asunta el crimen, no intimidan las palabras.

Coro.—Pues ya está aqui quien lo descubrirá: mira a esos que vienen con el divino vate, único entre los hombres, en quien es ingénita la verdad.

Edipo.—¡Oh Tiresias!, que comprendes en tu entendimiento lo cognoscible y lo inefable, y lo divino у lo humano. Aunque tu ceguera no te deja ver, bien sabes en qué ruina yace la ciudad; y no hallé otro, sino tú, que pueda socorrerla y salvarla, ¡oh excelso! Pues Febo, si no lo sabes ya por los mensajeros, contestó a la consulta que le hice, que el único remedio a esta desgracia está en descubrir a los asesinos de Layo y castigarlos con la muerte o con el destierro. No desdeñes, pues, ninguno de los medios de adivinación, ya te valgas del vuelo de las aves, ya de cualquier otro recurso, y procura ta salvación y la de la ciudad; sálvame también a mi, librándonos de impureza del asesinato. En tí está nuestra esperanza. Servir a sus semejantes es el mejor empleo que un hombre puede hacer de su ciencia y su riqueza.

Tiresias.—¡Bah, bah! ¡Cuán funesto es el saber cuando no proporciona ningún provecho al sabio! Yo sabía bien todo eso, y se me ha olvidado. No debía haber venido.

Edipo.—¿Qué es eso? ¿Cómo vienes tan desanimado?

Tiresias.—Deja que me vuelva a casa; que mejor proveerás tú en tu bien y yo en el mío, si en esto mę obedeces.