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EDIPO, REY

hombre? ¿Cómo no mando que le maten en seguida? ¿No te alejarás de aquí y te irás a casa?

Tiresias.—Yo nunca habría venido si tú no me hubieses llamado.

Edipo.—No sabía que dijeras tantas necedades; que a saberlo, no me hubiera apresurado en llamarte a mi palacio.

Tiresias.—Mi índole es tal, que a tu parecer soy necio; pero muy sabio para los padres que te engendraron.

Edipo.—¿Cuáles? Espera. ¿Quién fué el mortal que me engendró?

Tiresias.—Hoy lo conocerás y lo matarás.

Edipo.—¡Qué enigmático y obscuro es todo lo que dices!

Tiresias.—No eres tú buen adivinador de enigmas.

Edipo.—Injuria cuanto quieras, que tus insultos serán los que más gloria me den.

Tiresias.—Esa misma gloria es la que te perdió.

Edipo.—Pero si salvé a la ciudad, poco me importa.

Tiresias.—Me voy ya. Niño, guíame.

Edipo.—Sí, que te guíe, que tu presencia me embaraza; y lejos de aqui, no me atormentarás.

Tiresias.—Me voy; pero diciendo antes aquello por lo que fui llamado, sin temor a tu mirada; que no tienes poder para quitarme la vida. Así, pues, te digo: Ese hombre que tanto tiempo buscas y a quien amenazas y pregonas como asesino de Layo, ése está aqui; se le tiene por extranjero domiciliado; pero pronto se descubrirá que es tebano de nacimiento, y no se rogocijará al conocer su desgracia. Privado de la vista y caído de la opulencia en la pobreza, con un bastón que le indique el camino se expatriará hacia extraña tierra. Él mismo se reconocerá a la vez hermano y padre de sus propios