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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

Yocasta.—Señores de esta tierra, se me ha ocurrido la idea de ir a los templos de los dioses con estas coronas y perfumes que llevo en las manos; porque Edipo se ha lanzado en un torbellino de inquietudes que le torturan el corazón. En vez de juzgar, como hace un hombre sensato, de los recientes oráculos por las predicciones pasadas, no - atiende más que al que le dice algo que le avive sus sospechas. Y puesto que nada puedo lograr con mis consejos, ante tí, ¡oh Apolo Licio!, que aquí mismo tienes el templo, me presento suplicante con estas ofrendas, para que nos des favorable remedio a nuestra desgracia; pues temblamos todos al ver aturdido a nuestro rey, como piloto en una tempestad.

El Mensajero.—Extranjeros, ¿podría saber de vosotros dónde está el palacio del tirano Edipo? Mejor seria que me dijerais, si lo sabéis, donde se encuentra él.

Coro.—Éste es su palacio y dentro se halla él, extranjero. Ésta es la mujer madre de sus hijos.

El Mensajero.—Pues dichosa seas siempre, lo mismo que todos los tuyos, siendo tan cumplida esposa de aquél.

Yocasta.—Lo mismo te deseo, extranjero, que bien lo mereces por tú afabilidad. Pero dime qué es lo que te trae aquí, y lo que quieras anunciarme.

El Mensajero.—Buenas nuevas, mujer, para tu familia y tu marido.

Yocasta.—¿Qué nuevas son ésas? ¿De parte de quién vienes?

El Mensajero.—De Corinto. Lo que te voy a decir te llenará al momento de alegria, ¿cómo no?; pero lo mismo podría afligirte.

Yocasta.—¿Qué noticia es esa y qué virtud tiene para producir tan contrarios efectos?