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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

Coro.—La que nosotros ya sabemos, por cierto que es muy dolorosa. ¿Vienes a anunciarnos otra?

El Mensajero.—Brevemente os la diré y la sabréis: ha muerto la excelsa Yocasta.

Coro.—¡Ay, desdichada! ¿Quién la ha matado?

El Mensajero.—Ella por sí misma. De todo lo sucedido ignoro lo más doloroso, pues no estuve presente. Pero, sin embargo, en tanto que mi memoria los recuerde, sabrás los sufrimientos de aquella infortunada. Cuando arrebatada por el furor atravesó el vestibulo de palacio, se lanzó derechamente hacia el lecho nupcial, arrancándose la cabellera con ambas manos. Apenas entró cerró la puerta por dentro y empezó a invocar al difunto Layo, muerto ha tiempo, rememorando los antiguos concúbitos que debían matarle a él y dejar a la madre para engendrar hijos con su propio hijo en infandas nupcias. Y lloraba amargamente por el lecho en el que la infeliz concibió de su marido otro marido y de su hijo otros hijos. Después de esto no sé cómo se mató; porque como entró Edipo dando grandes alaridos, nos impidió contemplar la desgracia; pues nos fuimos todos hacia él, rodeándole por todas partes, porque corría desatentado pidiendo que le diéramos una espada y que le dijésemos dónde estaba la esposa que no era esposa y en cuyo seno maternal fueron concebidos él y los propios hijos de él. Y furioso como estaba —un genio se lo indicó, pues no se lo dijo nadie de los que le rodeábamos—, dando un horrendo grito y como si fuera guiado por alguien, se arrojó sobre las puertas: las derribó de los goznes y se precipitó en la sala nupcial, donde vimos a la reina colgando de las fatales trenzas que la habian ahogado. En seguida que la vió el desdichado, dando un horrible rugido, desató el lazo de que colgaba; y cuando en tierra cayó la infeliz —aquello fué espectáculo horri-