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EDIPO, REY

ble—, arrancándole los broches de oro con que se había sujetado el manto, se hirió los ojos diciendo que asi no verían más ni los sufrimientos que padecía ni los crímenes que había cometido, sino que, envueltos en la obscuridad, ni verían en adelante a quienes no debían haber visto, ni conocerían a los que nunca debieron haber conocido. Y mientras así se lamentaba, no cesaba de darse golpes y desgarrarse los ojos. Al mismo tiempo, sus ensangrentadas pupilas le teñian la barba, pues no echaban la sangre a gotas, sino que como negra lluvia y rojizo granizo se la bañaban. Estalló la desesperación de ambos, no de uno solo, confundiendo en la desgracia al marido y à la mujer. La felicidad de que antes disfrutaban y nos parecía verdadera felicidad, convertida queda hoy en gemidos, desesperación, muerte y oprobio, sin que falte ninguno de los nombres que sirven para designar toda suerte de desgracias.

Coro.—¿Y qué hace ahora el desdichado, en medio de su infortunio?

El Mensajero.—Pide a gritos que abran las puertas y expongan ante todos los tebanos al parricida, al de madre..., diciendo blasfemias que yo no debo decir, y añadiendo que va a alejarse de esta tierra y que no debe permanecer en ella sujeto a las maldiciones que contra sí mismo él lanzó. Necesita, sin embargo, de quien le sostenga y le guíe; pues su desgracia es demasiado para que pueda sobrellevarla: lo vas a ver, pues las puertas se abren; pronto verás un espectáculo capaz de mover a compasión al más cruel enemigo.

Coro.—¡Oh desgracia, que a los hombres horroriza el verla! ¡Oh, la más horrible de cuantas he visto yo! ¡Infeliz! ¿Qué Furia te dominó? ¿Cuál es la Furia que abalanzándose sobre tí, el más infortunado de los hombres, te subyugó en tu desdichadísima suerte? Porque