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EDIPO EN COLONO

Edipo.—¿Y quién podrá ir a decirselo?

Coro.—Largo es el camino; las conversaciones de los caminantes se extienden rápidamente por todas partes, y asi que lleguen a sus oidos, vendrá en seguida, créelo; porque tu nombre, ¡oh anciano!, ha penetrado ya por todas partes; y aunque ahora tarde en oirlo más de lo que conviene, en seguida que lo oiga vendrá corriendo.

Edipo.—Venga, pues, para la dicha de su ciudad y para la mia. ¿Quién hay que no desee su propio bien?

Antígona.—¡Ay, Júpiter! ¿Qué diré? ¿Qué llego a pensar, padre?

Edipo.—¿Qué es eso, hija mia, Antígona?

Antígona.—Veo a una mujer que viene hacia nosotros montada en un caballo del Etua; cubre su cabeza un sombrero tésalo que la defiende del sol. ¿Qué digo? ¿Es ella? ¿No es? ¿Estoy delirando? Si es, no es; no sé qué decir. ¡Pobre de mí! Ella es; con semblante alegre, me hace caricias asi que se va acercando, lo que me indica que es mi hermana Ismena.

Edipo.—¿Qué dices, hija?

Antígona.—Que veo a tu hija y hermana mia, a quien ya puedes conocer por la voz.

Ismena.—¡Ay, padre y hermana, dos nombres los más dulcisimos para mí! ¡Qué penas he pasado para encontraros, y con qué pena os estoy viendo!

Edipo.—¡Ay, hija! ¿Has venido?

Ismena.—¡Oh, padre! ¡Qué pena me da el verte!

Edipo.—¡Hija! ¿Estás aqui?

Ismena.—No sin grandes fatigas.

Edipo.—Tócame, hija mia.

Ismena.—Os toco a los dos a la vez.

Edipo.—¡Ay, hija y hermana mia!

Ismena.—¡Ay, dos vidas desdichadas!

Edipo.—Te refieres a la de ésta y a la mia?