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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

Teseo.—No teme mi corazón.

Edipo.—No sabes las amenazas...

Teseo.—Yo sé que a ti ningún hombre te sacará de aquí contra mi voluntad. Muchas amenazas y muchas vanas palabras se profieren en un arrebato de ira; pero cuando la razón recobra su imperio, se disipan esas arrogancias. Y a ellos mismos, aun cuando hayan tenido la osadia de amenazarte con la repatriación, sé yo que les parecerá demasiado largo y no navegable el mar que les separa de aqui. Te exhorto, pues, a que confies, aun sin mi decisión de ayudarte, si Febo te guió aqui. Y de todos modos, aunque yo no esté presente, sé que mi nombre te defenderá de todo mal trato.

Coro.—Has venido, ¡oh extranjero!, a la mejor residencia de esta tierra, región rica en caballos, al blanco Colono, donde trina lastimeramente el canoro ruiseñor, que casi todo el año se halla en sus verdes valles morando en la hiedra de color de vino, y en la impenetrable fronda de infinitos frutos consagrada al dios, donde no penetra el sol ni los vientos de ninguna tempestad; donde el báquico Dioniso anda siempre acompañado de las diosas, sus nodrizas, y florece siempre, sin faltar un dia, bajo celestial rocío, el narciso de hermosos racimos, antigua corona de dos grandes diosas, y también el dorado azafrán; y sin cesar corren las fuentes que nunca menguan, surtiendo las corrientes del Cefiso, el cual, perennemente dispuesto a fecundarlos con su limpida agua, se desliza por los campos de la tierra de ancho seno; ni los coros de las Musas se le ausentan, ni tampoco Venus, la de áureas riendas. También crece aquí, cual yo nunca lo he oído ni de la tierra de Asia, ni tampoco de la gran es isla de Pélope, el árbol que nunca envejece, nacido espontáneamente y terror de enemigas lanzas; pues florece muy bien en esta tie-