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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

Edipo.—¿Quién es?

Antígona.—El que hace rato teníamos en el pensa miento; ya está aqui; Polinices es .

Polinices.—¡Ay de mi! ¿Qué hare? ¿Acaso, joh niñas!, lloraré mis propias desgracias antes que las de este anciano padre que estoy viendo? Al cual en extranje ra tierra, junto con vosotras, encuentro aqui, arrojado, con ese vestido cuya desamable y enranciada pringue lleva pegada al cuerpo consumiéndoselo, y en su cabe za sin ojos, la cabellera despeinada flota a merced del viento; y hermanados con esto, a lo que parece, serán los manjares de su sufrido estómago . Desdichas que yo, infeliz de mi!, demasiado tarde advierto, a la vez que me confieso por el más perdido de los hombres que ven go para proveer a tus necesidades; que las mias, no de otros, vas a saberlas [sino de mi] . Pero puesto que junto con Júpiter se sienta Clemencia en el mismo trono, en todos los procesos, que te asista también a ti, joh pa dre!; pues contra mis pecados remedio hay, aunque bo rrarlos no és posible ya . ¿Por qué callas? Dime, joh padre!, algo . No me vuelvas la cara con horror. ¿No me responderás nada, sino que, despreciándome, me des pacharás sin hablar ni exponerme siquiera los motivos de tu enfado? ¡ Oh hijas de este hombre y hermanas mias! Intentad, pues, vosotras mover la intratable y terrible boca del padre, para que, suplicándoselo yo en nombre del dios, no me deseche, asi, despreciado, sin contestarme ni una palabra.

Antígona.—Di, joh malaventurado!, tú mismo el asunto por el cual has venido; pues los largos discur -sos, tanto si agradan como si disgustan o mueven a compasión, dan voz hasta a los mudos.

Polinices.—Pues hablaré, porque bien me aconsejas tú, invocando primeramente como defensor al mismo