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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

Ismena.—¿Cuál?

Antígona.—Ver la tumba subterránea.

Ismena.—¿De quién?

Antígona.—Del padre; ¡desdichada de mí!

Ismena.—¿Pero cómo puede sernos permitido eso? ¿Acaso no ves?

Antígona.—¿Por qué me reprendes?

Ismena.—Porque como...

Antígona.—¿Por qué, de nuevo, insistes?

Ismena.—insepulto cayó, y sin que nadie lo viera.

Antígona.—Llévame, y mátame allí.

Ismena.—¡Ayay, desdichadisima! ¿Cómo yo luego, así privada de tí y sin tu auxilio, podré soportar tan infortunada vida?

Coro.—Queridas, nada temáis.

Antígona.—¿Pero adónde huiré yo?

Coro.—Antes ya huiste...

Antígona.—¿De qué?

Coro.—De que vuestras cosas sucedieran mal.

Antígona.—Estoy pensando.

Coro.—¿Qué es lo que piensas?

Antígona.—Cómo volveremos a la patria; no lo sé.

Coro.—Ni te preocupes.

Antígona.—El dolor me oprime.

Coro.—También antes te oprimia.

Antígona.—Entonces era insuperable, y ahora lo es más.

Coro.—Un mar de dificultades os ha tocado en suerte.

Antígona.—Verdad, verdad.

Coro.—Verdad, digo yo también.

Antígona.—¡Ayay! ¿Adónde iremos?, ¡oh Júpiter! ¿Hacia qué destino me empuja ahora el hado?

Teseo.—Cesad de llorar, niñas; pues aquello en que