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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

Ulises.— No, por los dioses; me basta.con que esté dentro.

Minerva.— ¿Por qué? ¿Antes no era ese hombre...?

Ulises.— Enemigo mio, y ahora también.

Minerva.— ¿Y no es risa dulcisima el reirse de los enemigos?

Ulises.— A mi, en verdad, me basta que esté dentro de la tienda.

Minerva.— ¿Es que temes ver delante de ti a un hombre loco?

Ulises.— Si estuviera cuerdo, ningún miedo le tendría.

Minerva.— Pero si es que ahora no te ha de ver, aunque te pongas delante.

Ulises.— ¿Cómo no, si ve con sus propios ojos?

Minerva.— Yo se los cegaré para que no te vea.

Ulises.— Todo puede suceder si lo hace un dios.

Minerva. – Mantente, pues, en silencio tal como ahora estás.

Ulises.— Me mantendré; pero quisiera no hallarme en esta situación.

Minerva.— ¡Oh, tủ, Áyax!, te llamo por segunda vez. ¿Por qué haces tan poco caso de tu aliada?

Áyax.— Salve, Minerva; salve, hija de Júpiter. ¡Cuán a propósito llegas! Con estos despojos, que convertiré en oro, te dedicaré una corona en agradecimiento por este botín.

Minerva.— Muy bien has dicho. Pero dime, çmojaste bien tu espada en la sangre de los argivos?

Áyax.— Aquí tienes la prueba de ello; no niego el haberlo hecho.

Minerva.— ¿Y descargaste tu brazo sobre los atridas?

Áyax.— De tal modo que ya no injuriarán más a Áyax.