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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

dad. Ahí tienes, aunque lo sientas, las certeras flechas que, cual si fuera arquero enfurecido, lanzo contra tu corazón, de las cuales no evitarás el dolar. Oh niño!, guiame a casa para que éste descargue sa cólera en gente más joven, y aprenda a tener la lengua más sosegada y sentimientos mejores que los que ahora tiene.

Coro.—Ese hombre, ¡oh rey!, se va después de anunciar terribles profecias; y yo sé por experiencia que desde que cambié mi negro cabello por este blanco, nunc& jamás ha dicho mentiras a la ciudad.

Creonte.—También lo sé yo, y mi mente se agita en un mar de confusiones; porque el ceder es terrible; pero si resisto, es posible que mi ira se estrelle en la terrible fatalidad.

Coro.—Buen consejo es menester, Creonte, hijo de Meneceo.

Creonte.—¿Qué he de hacer, pues? Dimelo, que yo obedeceré.

Coro.—Corriendo saca a la muchacha de la subterránea prisión, y prepara sepultura para el que yace ingepulto.

Creonte.—¿Y esto lo apruebas tú y crees que debo obedecerte?

Coro.—Cuanto antes, ¡oh rey!; porque el castigo de los dioses, con sus ligeros pies, corta los pasos a los malaconsejados.

Creonte.—¡Ay de mil Difícilmente, en verdad, y contra mi corazón, me decido a hacerlo; pero contra la necesidad no se puede luchar con éxito.

Coro.—Hazlo, pues, corriendo, y no lo encargues a otros.

Creonte.—Pues así como estoy, me voy a ir. Venid, venid, compañeros los que estáis presentes y los ausentes; y con hachas en las manos corred hacia el lugar