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ANTÍGONA

El Mensajero.—Pues vamos a verlo yéndonos a palacio; no sea que algo reprimido oculte secretamente en su irritado corazón; porque bien dices que el demaBiado silencio es cosa grave.

Coro.—Pues he ahí al mismo rey, que viene levando en sus manos la señal evidente, no de ajena culpa, ki me es permitido hablar asi, sino de su propio pecado.

Creonte.—. -¡Oh crueles y mortales pecados de mis. desatentados consejos! ¡Oh vosotros que veis al muerto y al matador en una misma familia! Oh infaustus resoluciones mlas! ¡Oh hijo! ¡Tan joven, y de prematura muerte, ayay, ayay, has muerto! Te has ido por mig funestas resoluciones, no por las tuyas.

Coro.—Ayl, que tarde parece que reconoces la justicia.

Creonte.—Ay de mii la conozco en mi desgracia. Pero en aquel entonces, en verdad, entonces un dios gravemente irritado contra mi, me sacudia la cabeza y me lanzó por funestas sendas, jay de mil, destruyendo mi felicidad, que hollo con sus pies. ¡Huy, hay! ¡Oh infractuosos afanes de los mortales!

El Mensajero.—(Que sale de palacio.) - ¡Ah, señor! ¿Cómo teniendo y sintiendo la desgracia que llevas en tus manos, tienes otra en casa, que pronto verás!

Creonte.—. - ¿Qué bay, pues, peor que el mismo mal?

El Mensajero.—Tu mujer. ha muerto; la infeliz, madre amantisima de ese cadáver, se acaba de inferir herida mortal.

Creonte.—¡Ay, ay, implacable puerto del infierno! ¿Por qué, pues, a mi, por qué me arruinas? ¡Oh tú, que vienes con tan fatales y funestas noticias! ¿Qué es lo que dices? ¡Ayay! A un hombre muerto ya, bas rematado. ¿Qué dices, hombre? ¿Ess nueva noticia que me