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LAS TRAQUINIAS

la infeliz desde que salió de su patria. Esta circunstancía le es perjudicial, pero hay que perdonarla.

Deyanira.—Dejadla, pues, y que entre en palacio si asi le place; no sea que a la desgracia que la Afligo se añada la pena que yo le ocasione; bastante tiene con la que sufre. Entremos todos en palacio, para que tú. puedas ir pronto adonde quieras y yo disponga bien to de casa.

El Mensajero.—Espera aqui antes un poquito para que, apartada de éstos, sepas quiénes son las que introduces en tu casa, y te enteres de lo que no sabes y debes saber, pues de todo esto estoy yo bien informado.

Deyanira.—¿Qué hay? ¿Por qué detienes mis pasos?

El Mensajero.—Párate y escucha; pues no oiste en vano la primera noticia que te di, ni oirás tampoco la que te voy a dar, según creo.

Deyanira.—Pero a esos que ya se han ido, dios llamamos para que vuelvan, o solo a mi y'a éstas quieres dar la noticia?

El Mensajero.—A ti y a éstas no hay inconvenien. te; pero a aquéllos, déjalos.

Deyanira.—Pues ya se han ido; venga la naticia.

El Mensajero.—Ese hombre, nada de lo que te acaba de decir es exacto ni verdadero; sino que, o es ahora an mentiroso, o antes tué un falso noticiero.

Deyanira.—¿Qué dices? Explicame con claridad todo lo que sepas, porque lo que me acabas de decir me tiene confusa.

El Mensajero.—A ese hombre le oi yo contar delante de muchos testigos que por mor de esa muchacha se apoderó Hércules de Eurito y de Ecalia, la ciudad de altas torres; y que Amor fué el único, entre los dioses, que le fascino para que se lanzars a esta empresa; Do sus trabajos forzados entre los lidios, ni en Onfala,