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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

El Mensajero.—Tú no te vas antes de contestarme a una breve pregunta.

Lica.—Preganta, si necesidad tienes, que no eres sigiloso.

El Mensajero.—La esclava esa que has traido & palacio, no es verdad que la conoces?

Lica.—No, digo. A qué viene ega pregunta?

El Mensajero.—¿No has dicho tú que ása, a quien ahora miras como si no conocieras, se llamaba Yola y que era hija de Eurito?

Lica.—A quién lo he dicho yo? ¿Quién y de dónde podrå venir a confirmarte que me haya oido eso?

El Mensajero.—A muehos ciudadanos. En medio. de la plaza de Traquina, una gran muchedumbre te oyó eso.

Lica.—Que lo habia oido, dije; y no es lo mismo exponer una opinión que dar una información exacta.

El Mensajero.—¿Cómo una opinión? {No juraste por la verdad de lo que decias, al manifestar que llevabas a ésa como esposa de Hércules?

Lica.—¿Yo, como no josa? Por los dioses, dime, querida señora, este extraxjero, ¿quién es?

El Mensajero.—Quien estando presente to oyó de. cir que por el deseo de esa fue destruida toda la ciudad; que no fué la esclavitud en Lidia lo que la arruinó, sino el manifiesto amor que a ésa tenía...

Lica.—Este hombre, señora, que se vaya; porque la manla de decir necedades es propia de mentecatos.

Deyanira.—No; te conjuro por el que lanza sus rayos en los altos bosques del Eta, por Júpiter, que no me ocultes la verdad; pues no la manifestarás a apa mujer vengativa, ni tampoco a quien no conozca la indole de los hombres, que por natural propensión no siempre se satisfacen con lo mismo. Y con Amor, cier.