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ÁYAX

Tecmesa.— Ahora no; pues como se calma el impetuoso Noto después de bramar con furia, cuando cesan los brillantes relámpagos, asi ahora él, vuelto en su sentido, tiene una nueva pena; pues el ver sus propios males, de quienes él sólo es autor, grandes dolores le produce.

Coro.— Pues si éstá tranquilo, ciertamente que áuguro buena suerte; porque si desaparece ya el mal, no es tanta su importancia.

Tecmesa.— Si te dieran a elegir, ¿qué escogerías? ¿Acaso llorar mientras vieras gozando a los amigos, o condolerte sufriendo con ellos la desgracia común?

Coro.— Las dos cosas, ¡oh mujer!, son un mal grave.

Tecmesa.— Pues yo, sin sufrir el mal, estoy sumida en la aflicción.

Coro.— ¿Cómo dices eso? No entiendo lo que quieres decir.

Tecmesa.— Este hombre, mientras se encontraba loco, gozaba en medio de su desgracia, llenando de aflicción a los que estábamos cabales. Mas ahora, desde que cesó la locura y se vió aliviado de la enfermedad, está todo él transido de agudos dolores, y yo, no menos que antes. ¿No es esto doble desgracia en vez de sencilla?

Coro. – Convengo contigo, y temo que este golpe venga de algún dios. ¿Cómo no, si libre de la enfermedad, no se siente más gozoso que cuando la sufria?

Tecmesa.— Pues tal es lo que sucede y conviene que lo sepas.

Coro.— ¿Cuál fué la causa, origen de la desgracia? Dinoslo, ya que nos condolemos de tu suerte.

Tecmesa.— Vas a saber todo lo sucedido, como inte resado que estás en ello. En la última parte de la noche, cuando los astros vespertinos ya no brillaban, empuñando la espada de dos filos, se puso el hombre rabioso