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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

como una fiera, deseando lanzarse a las solitarias calles. Yo me asusté, y le dije: «¿Qué haces, Áyax? ¿Qué empresa vas a acometer a deshora, sin haber venido a llamarte ningún mensajero ni oir trompeta alguna? Hora es ésta en que todo el ejército duerme. » Pocas palabras me contestó, pero dignas de ser celebradas: « Mujer, en las mujeres, el silencio adorno es» Yo, que lo sabia, callé, y él se salió solo. No puedo decir lo que fuera sucedió, sino que regresó luego y entró en la tienda, llevando juntamente atados toros, perros del rebaño y todo el botín de velludas bestias. Y lanzándose sobre ellas, a unas les cortó el cuello; a otras, levantándoles la cabeza, las degolló y abrió en canal; ató a otras e insultó como si fueran hombres. Finalmente, echándose fuera de la tienda, empezó a hablar con un fantasma, vomitando denuestos, unos contra los atridas y otros contra Ulises, acompañados de grandes carcajadas, según era la insolencia que en ellos acababa de castigar. Entrando de nuevo en la tienda y recobrado a duras penas el sentido después de algún tiempo, se sentó. Pero asi que vió la estancia llena de sus atrocidades, empezó a llorar golpeándose la cabeza; y cayendo sobre los destrozos de los cadáveres de la ovejuna matanza, se sentó, arrancándose desesperadamente con las uñas los cabellos. Asi estuvo largo rato sin hablar. Luego empezó a proferir contra mi terribles amenazas, si no le manifestaba todo lo que le había sucedido, y me preguntó el estado en que se hallaba el asunto. Yo, amigos, temblorosa de lo ocurrido, le declaré todo cuanto sabia; y él, en seguida, prorrumpió en tristes lamentaciones, cuales jamás hasta entonces le habia oído yo; pues siempre decia que tales lamentos eran propios de cobardes y de gente de alma vil; porque él, sin que se le oyeran agudos gemidos, se lamentaba siempre como un