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ÁYAX

Áyax.— ¡Oh Júpiter, padre de mis ascendientes!, ¿cómo podré matar a ese astuto zorro, odiosa escoria, y a los dos reyes, y morir yo en seguida?

Tecmesa.— Si eso deseas, pide que yo también muera contigo. ¿Qué me importa la vida, muerto tu?

Áyax.— ¡Oh abismo, que eres mi luz! ¡Oh resplandecientes tinieblas del infierno! ¡Ojalá me tuvieseis ya habitando entre vosotras! ¡Ojalá me tuvieseis, ojalá! Pues ni de los dioses ni de los mortales hombres, soy ya digno de esperar ningún auxilio. La potente hija de Júpiter me afrenta de la manera más ignominiosa. ¿Dónde podré refugiarme? ¿Adónde que vaya encontraré reposo? Porque si me falta la consideración de los amigos, objeto de mis respetos, y en insensata cacería me he metido, todo el ejército lanzándose sobre mi con insultos y con dardos, me matará.

Tecmesa.— ¡Ay, infeliz de mi! ¡Que un hombre tan valiente diga tales cosas, que antes nunca jamás habría tolerado!

Áyax.— ¡Ay, caminos en que retumba el eco del mar, cavernas de la costa y bosques de estas orillas!, mucho tiempo ya, demasiado tiempo me habéis soportado alre dedor de Troya; pero no me soportaréis más, no, respirando el aura vital. Esto debe decidir todo el que sea sensato. ¡Oh corrientes aguas del vecino Scamandrio, benignas para los aqueos!, no veréis ya más a este hombre, semejante al cual, lo diré solemnemente, no se vió erf Troya a ninguno de los que vinieron de tierra helénica. Y ahora, sin embargo, yazgo aquí, lleno de afrenta.

Coro.— Ni sé si prohibirte que hables, o si te deje hablar. ¡Tanta es la desgracia en que yaces sumido!

Áyax.— ¡Ay, ay! ¡Quién hubiera creido jamás que mi nombre llevara implicito en si el propio de mi des-