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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

ninguna, ocultaré esta espada, la más odiosa de mis armas, cavando un hoyo en la tierra, en donde nadie la vea, sino que la noche y el infierno la guarden en sus entrañas. Porque desde que recibí en mis manos esta espada, como regalo de Héctor, mi más odioso enemigo, no he hecho cosa plausible a los argivos. Cuán verdadero es el adagio corriente entre los mortales: « Regalo de enemigo, ni es regalo ni cosa que te sirva de provecho. » Asi, pues, aprendamos para en adelante a sujetarnos a la voluntad de los dioses, y también a respetar a los atridas. Jefes son, y es preciso obedecerlos. ¿Y cómo no? Los más terribles y fuertes, elementos se sujetan a las leyes naturales: el invierno, cubierto de nieve, cede su vez al fructífero verano; desaparece el círculo de la tenebrosa noche ante la aurora de blancos corceles que viene derramando luz, y el soplo de suave viento apacigua al embravecido mar. Hasta el sueño, que a todos domina, suelta a uno después de haberle aprisionado, y no lo tiene siempre envuelto en sus lazos. ¿Cómo, pues, no he de aprender yo a ser prudente? La experiencia me acaba de demostrar que el odio que he de tener al enemigo no ha de ser tanto que me impida hacérmelo luego amigo, y que he de procurar servir al amigo con la idea de que no siempre ha de continuar siéndolo; porque a la mayoría de los mortales, les es infiel el puerto de la amistad. Y basta ya acerca de esto. Tú, mujer, éntrate corriendo dentro y ruega a los dioses para que mi corazón logre el cumplimiento de sus deseos; y vosotros, ¡oh amigos!, hacedme el mismo honor; y a Teucro, si viene, decidle que se interese por mi y piense también en vosotros. Voy adonde me es preciso ir. Vosotros haced lo que os he mandado, y pronto sabréis que salvo está ya este infeliz.

Coro.—Estoy horripilado de gozo; doy saltos de ale-