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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

como la mayor de todas las injurias, al asesino en el mismo lecho de mi padre con la miserable de mi madre, si nombre de madre he de dar a la que con aquél duerme, y tan tranquila, que convive con el genio impuro y malhechor sin temor a ninguna maldición, antes al contrario, como si se burlara del crimen, todos los meses, al llegar el día en el que traidoramente mató a mi padre, celebra bailes y sacrifica ovejas a los dioses tutelares? Yo, que en mi desgracia veo todo esto en palacio, lloro, me consumo y me lamento, sola y sin que nadie me acompañe, de aquel tan desgraciado y renombrado banquete. Y ni siquiera me es permitido llorar hasta que mi corazón quede satisfecho; porque ella, que para hablar es bravía mujer, me injuria con estos insultos: «¡Oh víbora maligna! ¿Sólo a tí se te ha muerto el padre? ¿No hay otras en la misma desgracia? ¡Así noramala murieras y nunca te dispensaran de esos llantos de ahora los dioses infernales!» Así me insulta. Sólo cuando oye de alguien que viene Orestes, es cuando llena de rabia se me acerca y me dice: «¿No eres tú la culpable de toda mi desgracia? ¿No fuiste tú la que salvaste a Orestes quitándomelo de las manos? Sabe, pues, que has de llevar el condigno castigo.» Así me ladra, como perra a quien azuza aquel ilustre novio que presencia tales escenas; ese cobarde para todo y ruin malhechor, que sólo se atreve a promover guerra con las mujeres. Yo, aguardando que venga Orestes para dar fin con todo esto, me consumo en mi desgracia. Él, esperando siempre oportunidad para hacer algo, ha hecho que se hayan ido desvaneciendo todas mis esperanzas; y en tal situación, amigas mías, ni me es posible guardar miramientos ni pensar cuerdamente; porque en la desesperación es grande el impulso que nos fuerza a obrar mal.