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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

tan sin ventura? No, sino que se va insultándole con su risa. ¡Ay desdichada de mi! ¡Oh queridísimo Orestes, cómo me has matado con tu muerte! Con ella has arrancado de mi corazón la única esperanza que le quedaba, de que vendrías vivo para ser el vengador del padre y de esta infeliz. ¿Adónde he de ir ahora? Sola quedo, sin ti y sin padre. Necesario me será seguir con esta vida de esclava, entre estos odiosisimos asesinos del padre. ¿Pero me está esto bien? No, de ningún modo, lo juro, debo vivir más tiempo con éstos, sino que arrimada a esta puerta, sola y sin amigos, agostaré mi vida. Así, pues, máteme, si se incomoda, cualquiera de los que en esa casa viven, pues favor me hace quien me mate, si triste siempre he de vivir: en nada estimo la vida.

Coro.—¿Cómo los rayos de Júpiter, cómo el espléndido Sol, si esto ven, permanecen tranquilos?

Electra.—¡Ah, ah! ¡Ay, ay!

Coro.—Niña, ¿por qué lloras?

Electra.—¡Huy!

Coro.—No des tan terribles gritos.

Electra.—Me matas.

Coro.—¿Cómo?

Electra.—Si quieres hacer revivir en mi la esperanza que tenia en éstos que tan manifiestamente se han ido ya al reino de Plutón, prolongas más la desesperada situación que me aniquila.

Coro.—Yo sé muy bien que el rey Anfiarao desapareció envuelto en áureos collares de mujer; y ahora en el infierno...

Electra.—¡Ah, ah, huy!

Coro.—Reina lleno de vida.

Electra.—¡Ay!

Coro.—¡Ay, si! Pues la pérfida...