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TRAGEDIAS DE SÓFOCLES

Electra.—¡Oh recuerdo de mi queridísimo Orestes! ¡Cómo te recibo con esperanzas bien diferentes de las que tenía cuando te envié! Porque ahora, cuando ya nada eres, te tengo en mis manos; y de casa, ¡ay, hijo mío!, te envié lleno de salud. Debía haberme dejado la vida antes que enviarte a extranjera tierra, librándote con mis manos y salvándote de la muerte; así, muerto en aquel día, reposarías junto con el padre en la misma tumba. Mas ahora, fuera de casa y como desterrado, en extraña tierra has muerto de mala manera sin los cuidados de tu hermana. Ni tuve en mi desgracia el consuelo de lavar tu cuerpo con mis cariñosas manos, ni de recoger, como era natural, del extinguido fuego tus infortunados restos; sino que extrañas manos te han cuidado hasta quedar reducido a esta pequeña masa en este pequeño vaso. ¡Infeliz de mí! Cuán inútil ha sido toda la solicitud con que te asistí, sin apartarme de tu lado en las dulces fatigas que por ello pasė. Nunca fuiste de la madre más querido que de mí; ni te cuidaba otro de casa, sino yo; yo, tu hermana, te acariciaba siempre; pero ya todo ha desaparecido en un día con tu muerte. Has pasado como una tempestad, arrebatando todas mis esperanzas; no vive el padre; yo muerta quedo contigo; tú mismo desapareces arrebatado por la muerte; se ríen nuestros enemigos; está loca de contento nuestra indigna madre, en quien tú, según las frecuentes noticias que secretamente me enviabas, debías vengar, al venir, el asesinato del padre; mas todo esto se lo ha llevado tu fatal sino y también el mío, el cual me envía, en cambio de tu querida persona, estas cenizas y sombra inútil. ¡Ay de mi! ¡Oh tristes reliquias! ¡Huy, huy! ¡Oh queridísimo, lanzado ya por los terribles, ¡ay, ay!, caminos del infierno! ¡Cómo me has aniquilado, me has matado, querido hermano! Acépta-