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Hacía calor en la pequeña habitación sucia donde se condujo a Valia. En un rincón, junto a una cama grande, había otra pequeña; hacía mucho tiempo que Valia no dormía en camas semejantes.
—¿Tienes frío? Espera, vamos a tomar el te. ¡Qué encarnadas tienes las manos!... Bien; ya estás aquí con tu mamá. ¿Estás contento?—preguntó con la sonrisa mala de una persona a quien se hubiera obligado toda su vida a reír bajo los golpes de los palos.
Valia, con una franqueza que a él mismo le asustó, dijo tímidamente:
—No.
—¿No? ¡Y yo que te había comprado juguetes! Mira allí, en la ventana.
Valia se acercó a la ventana y se puso a examinar los juguetes. Había miserables caballos de cartón con piernas feas y gruesas; un clown con un gorro encarnado, gran nariz, y cara atontada y sonriente; delgados soldados de plomo que, habiendo levantado una pierna, quedaron en esta postura para siempre.
Hacía mucho tiempo que Valia no se divertía con juguetes: le eran completamente indiferentes; pero, por cortesía, no lo dió a entender su madre.
—Sí, son bonitos esos juguetes.
Pero ella había notado la mirada que el niño había dirigido a la ventana, y le dijo, con la misma sonrisa desagradable y falsa:
—Ya ves, querido mío; yo no sabía lo que te