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IV
Pronto llegó el otoño. Lloraba el cielo con lluvias frecuentes. Las casas de campo iban quedan de desiertas, como extinguidas por la lluvia y el viento.
—¿Qué hacer de Bribón?—preguntó pensativa Lelia.
Estaba sentada, teniendo enlazadas con sus manos las rodillas, y miraba tristemente por la ventana, por la que corrían las gotas de la lluvia que acaba de comenzar.
—¿Qué postura es esa, Lelia? Siéntate como es debido—dijo la madre, y añadió—: En cuanto a Bribón tendremos que dejarlo aquí.
—¡Pobrecito!
—¡Qué se va a hacer! En la ciudad no tenemos patio y no se puede tener al perro en las habitaciones.
—¡Pobrecito!—repitió Lelia a punto de llorar.
Sus cejas negras se levantaron como las alas de una golondrina que va a echar a volar. Mamá dijo:
—Nuestros amigos los Dogayev me han prometido hace mucho tiempo un perrito precioso que sabe hacer una porción de juegos, mientras que Bribón no sabe nada.
—¡Pobrecito!—repitió Lelia, pero renunció a la idea de llorar.
De nuevo llegaron hombres desconocidos y llenaron de ruidos numerosos la casa. Se hablaba