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aquel grito bronco: «¡Chico, el agua!», y la estaba sirviendo sin cesar. Para él no había fiestas. Los domingos cuando todas las tiendas estaban cerradas no se veía luz mas que en el salón de peluquería: los transeúntes podían ver allí a un hombrecito delgado sentado en un rincón, soñoliento o sumido en reflexiones o medio dormido.

Petka dormía mucho; tenía siempre sueño y todo lo que pasaba a su alrededor era para él como un sueño desagradable. Derramaba con frecuencia el agua que llevaba, no oía los gritos bruscos que se le dirigían, adelgazaba cada vez más. Su cabeza se llenaba de granos. Los clientes, aun los menos exigentes, miraban con disgusto a aquel muchachito delgado, lleno de rosetones, que siempre tenía ojos de sueño, entreabierta la boca, el cuello y las manos sucios, muy sucios.

Pequeñas arrugas circundaban sus ojos y bajaban hasta la nariz, dándole el aspecto de un gnomo envejecido. Petka no se daba cuenta de la vida; estaba alegre o melancólico, pero soñaba siempre en un país lejano, del que no sabía en absoluto ni cómo era ni dónde se encontraba.

Su madre, Nadieschda, venía a veces a verle, y le traía bombones, que él se comía lentamente; no se quejaba de nada, pero pedía siempre que se le sacara de allí. Después olvidaba en seguida lo que había pedido, se despedía con mucha indiferencia de su madre y jamás le preguntaba cuándo volvería. La pobre madre pensaba siempre en su hijo y no le encontraba inteligente.