manita, antes de ser puesta sobre el papel, estaba probablemente muy sucia; por lo menos había dejado manchas en la carta.
—¡Es mi hijito! ¡Es muy travieso! No tiene mas que cuatro años; pero ¡tan inteligente, tan inteligente!... ¡Ha puesto su manita el picarillo!...
Y retorciéndose de risa se golpeaba las rodillas con las manos. Su cara tomaba por un instante la expresión de un hombre sano y al mirarle no se diría que estaban contados sus días. Hasta su voz se tornaba robusta y sonora cuando se ponía a cantar su cántico religioso favorito.
Aquel mismo día llevaron a la sala de conferencias a Lorenzo Petrovich. Se puso agitado, temblorosas las manos y con una sonrisa de maldad en los labios. Rechazó con cólera al enfermero, que le quería ayudar a desnudarse, se acostó y cerró los ojos. Pero el chantre esperaba con impaciencia a que los volviera a abrir, y cuando llegó este momento empezó a hacer preguntas a su vecino sobre lo que había pasado en la sala de conferencias
—Es emocionante, ¿no es verdad? Han dicho probablemente: «Había una vez un comerciante...»
Lorenzo Petrovich encolerizado echó sobre el chantre una mirada llena de desprecio, le volvió la espalda y cerró de nuevo los ojos.
—No te pudras la sangre—continuó el chantre—. Pronto curaras y todo irá bien.
Echado de espaldas miró pensativo al techo, donde se veía un rayo de Sol venido no se sabe de