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los árboles y parecían adherirse desesperadamente a la arena; pero las mismas manos dóciles que borraban las huellas no tardaban en llevarse las hojas. Se me antojaba, a veces, que alguien, acaso el propio Norden, luchaba sin tregua contra los recuerdos y trataba de crear el vacío en torno suyo, sin éxito alguno; pues cuanto más abría el vacío su boca más cuerpo tomaban los recuerdos ahuyentados, las imágenes destruídas, las huellas borradas. Yo mismo, que era extraño a aquello, que no sabía, en concreto, nada de aquello y que, además, no poseía un gran don de observación, sentía ya pesar sobre mí, vagos, remotos, los recuerdos de un error fatal, de una felicidad perdida, de una verdad triste.

No tardé en convertirme en un espía, en un buscador de huellas. Buscaba sin cesar. Mi imaginación, nada risueña a causa de mi dolorosa niñez y de mi juventud no muy alegre, pobló aquel extraño jardín de crímenes, de asesinatos. Los días de sol—raros aquel otoño—, me reía de mis fantasías y las atribuía a mis pocos años. Pero cuando las nieblas marinas inundaban la costa y el cielo plúmbeo y húmedo parecía aplastar la tierra, se me encogía el corazón al pensar en aquellos tres hombres que, al amanecer, recorrían, encorvados, las veredas del jardín.

No sé si mis indagaciones hubieran sido fructuosas sin la ayuda del propio Norden, que una tarde, paseándose en mi compañía por la playa, me enseñó un montón de piedras adheridas unas a otras con cemento y superpuestas en forma de pirámide. Las olas habían derribado algunas y la pirámide había perdido