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cesar a los testigos, hacía notar sus contradicciones, discutía con el presidente y con el fiscal. Su actuación tenía encantado al público.

Los discursos comenzaron cerca de las once de la noche.

El fiscal, un hombre de edad, un poco encorvado de rostro inteligente, pero inexpresivo, hablaba con una elocuencia serena, severa, implacable, cuyo numen era la lógica, tan engañosa, tan mendaz cuando se aplica al alma humana. Circunscribiéndose a los hechos, sin frases sonoras ni exclamaciones patéticas, tejía, malla por malla, la red que había de envolver y angostar a Tania. Luego de describir, frío, impasible, el medio en que vivían los criminales, pasó a la descripción del asesinato.

Parecíale a Kolosov, mientras su mano helada hojeaba las notas de su discurso, que cada palabra del acusador apagaba una luz de la sala y era, a la vez, un clavo que se hundía en la cabeza de la pobre acusada. Y le llenó de espanto la percepción súbita y clara de la enorme, de la aplastante responsabilidad que pesaba sobre él. Oprimido el corazón, trémulas las manos, oía una voz interior que le gritaba: «¡Criminal! ¡Criminal!» No se atrevía a mirar a Tania, temoroso de ver en sus ojos, aun viva, la esperanza, aquella esperanza que él, hasta horas antes, había alentado.

...La nube que se cernía sobre la cabeza de la joven se adensaba y se ennegrecía por momentos. Con su cruel impasibilidad, el fiscal hablaba del vergonzoso oficio de Tanka, la Manos blancas («ahora—-