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Otros estudiantes, a quienes las cosas rusas les eran indiferentes, le decían a Chistiakov que, si tuvieran dinero, se irían también a vivir fuera de Rusia. El les excitaba a que lo hiciesen, y aseguraba, animándose, que, si se lo proponían, podrían reunir el dinero necesario; pero, al fijarse en la expresión, un poco abobada, de sus rostros de bebedores, al recordar su vida perezosa y desordenada, advertía que estaba predicando en desierto y callaba. Se sentaba en la cama deshecha de Vanka o de Panov y miraba desde allí, en silencio, como desde muy lejos, a los alegres contertulios.

Kostiurin, Panov y sus amigos seguían bebiendo, fumando y charlando, llenos de la alegre despreocupación de su juventud fuerte y sana, como si no hubiera para ellos ayer ni mañana y hubieran resuelto previamente todos los problemas que a todo nacido le reserva la maldita realidad.

Tolkachov, un muchachote de anchos hombros, largos cabellos, cuello de toro y ojillos estúpidos, alardeaba de su fuerza muscular, levantando a pulso los objetos más pesados que había en la estancia. Era miembro de una Sociedad gimnástica y sentía un profundo desprecio por la Universidad, los estudiantes, la ciencia, los problemas sociales, todo, en suma, lo que no fuese la fuerza bruta. Muchos de sus compañeros le odiaban; pero, temerosos de sus puños y su bárbara grosería, no se atrevían ni a hablar mal de él en su ausencia. Cuando alguno, cansado de oírle decir idioteces, se decidía a contradecirle, empezaba así la discusión: