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sus compañeros, dejaba sobre la mesa el tamboril. Con un gesto fiero, sanguinario, hacía algunos movimientos extraños, que, más que los de un bailarín, parecían los de un piel roja enfurecido; diríase que iba a arañar a los circunstantes, a pegarlos, a degollarlos. Todos se echaban a reír, y el servio, renegando, volvía a marcharse.

«¡Qué inciviles son!», pensaba Chistiakov.

El menudo Rayko, tan amante de su exigua patria, le daba lástima.

Entre los tertulianos del número 64 figuraba el estudiante Karuyev, un muchacho alegre, sereno, un poco altivo. Su presencia operaba un notable cambio en la tertulia: se tocaba y se cantaba en serio, no se le hacía rabiar a Rayko y el hércules Tolkachov, tan sin medida en la insolencia como en el servilismo, ayudaba al simpático joven a ponerse el gabán. Kayurev, a veces, ni le saludaba. Le trataba como a un perro sabio.

—¡Eh, tú, zampatortas! ¡Levanta esa mesa con una pata!

Tolkachov, muy orondo, levantaba a pulso la mesa.

—¡Dobla esa moneda!

Tolkachov doblaba la moneda y decía, sonriéndose modestamente:

—Mi padre enroscaba una barra de hierro como si fuera un alambre.

Pero Karuyev no le escuchaba y se dirigía a la cama donde estaba sentado Chistiakov.

A éste le trataba como un médico a un enfermo.