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secos, iracundos, brillaban como los de un lobo, le dijo:

—Hace mucho tiempo que no has ido a tu patria. ¡Ve! Yo te daré dinero.

—Allí hay una casa...

—¿Una casa?

—Sí, una casa. ¿No sabes lo que es una casa?... Cuando pasan por delante las carretas, las ruedas chirrían, chirrían...

—¿Cuánto dinero necesitas?

—¡Déjame en paz! ¡Vete con los compañeros! Quiero estar solo... ¡No puedo más, no puedo más!

Chistiakov no se fué al número 64, sino a su cuarto. Se acodó, como Rayko, en el antepecho de la ventana y alzó los ojos al cielo, a aquel cielo negro que horas antes le había hablado tan alentadoramente a su alma. Las gigantescas aves blancas seguían surcándolo, silentes, misteriosas; mas su vuelo ya no le invitaba a él a volar. «¡Pronto emprenderé yo también el vuelo!» murmuró, tratando de reanimar sus sentimientos de ligereza y libertad; pero otro sentimiento, desconocido y fuerte, se agitaba en su corazón, como un pájaro enjaulado: era el deseo de entonar, cuál Rayko, una canción dedicada a su patria. Al darse cuenta de ello, al oír en el fondo de su alma las implorantes notas impregnadas de lágrimas, se sonrió feliz, se dirigió a la puerta y la cerró con llave, temeroso de que alguien entrase y le sorprendiese cantando, y se acercó de nuevo, andando—sin saber por qué—de puntillas, a la ventana.

«¡Bueno!», se dijo. Y empezó a cantar una informe