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III


Nicolás Ivanich, inquieto y furioso al ver que Kukuchkin no volvía, les hizo saber a los amigos que se disponían a ir a su casa que el asistente había desaparecido con el dinero; pero cuando, cumplido tan penoso deber, tornó a su domicilio, encontró a Kukuchkin en la cocina, sentado en el banco, sobre el que se tambaleaba su desmedrado cuerpo, y dedicado con entusiasmo a la tarea de sacarle brillo a una bota.

—¿Dónde has estado estos dos días, sinvergüenza? ¡Menuda borrachera traes!

—No, mi capitán.

—Conque no, ¿eh?

—Además, estoy en mi derecho.

—¡Cómo! ¿Te atreves, encima, a insolentarte?

—¿A insolentarme? Decir la verdad no es insolentarse.

—¿Y el dinero? ¿Qué has hecho del dinero?

—Lo he perdido.

El capitán levantó los brazos con desesperación y clavó, inquisitorialmente, sus ojillos hinchados en los de Kukuchkin.

—¡Lo has robado! No lo niegues...

—Si usted cree que lo he robado... haga de mí lo que quiera... denúncieme... Es bien fácil perder a un hombre.

Y Kukuchkin se echó a llorar.

El capitán, loco de rabia, rechinando los dientes, gritó: