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tardó en llegar hasta ellos y, cual una pleamar que se adentra en la playa, apagó los alegres acordes. Uno tras otro, enmudecieron el dulce caramillo, el címbalo sonoro y el salterio murmurante; la cítara lanzó un sonido trémulo y cascado, como si se hubiera roto una cuerda o la música, de improviso, se hubiera muerto.

—¿No quieres contarnos nada?—repitió el curioso, no pudiendo tener a raya su parlanchina lengua.

El silencio se hizo aún más profundo. La mano, hasta aquel instante inmóvil, se movió un poco. Los circunstantes exhalaron un suspiro de alivio y alzaron los ojos: Lázaro, resucitado, los miraba con una mirada pesada y terrible, que abarcaba toda la sala.

Hacia tres días que Lázaro había salido de la tumba. Desde aquel día mucha gente sintió el influjo destructor de su mirada; pero ni los que fueron mortalmente heridos por ella ni los que encontraron en las fuentes misteriosas de la vida, tan misteriosa como la muerte, energía para resistirla, pudieron explicar nunca el no sé qué terrible inmovilizado en el fondo de sus negras pupilas. En los ojos de Lázaro no se pintaba la intención de ocultar nada ni de decir nada tampoco, sino la frialdad de un alma en absoluto indiferente. Los que no le conocían pasaban por su lado sin notar nada de anormal, y se enteraban luego, con asombro y espanto, de que era Lázaro aquel hombre grueso y tranquilo cuyas vestiduras suntuosas les había rozado. El Sol no cesaba de brillar ante la mirada de Lázaro, ni el arroyo de murmurar, ni el cielo de ser azul y puro; pero aquel sobre