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52 : GINA LOMBROSO II IR RAS uno de sus miembros, sino que es menester que una autori- dad superior se haga cargo de las necesidades, deseos y capa- cidades de cada uno, y exija de ellos lo que crea necesario.

Estas cualidades de dominio, que se derivan directamente de la confianza en sí mismo, son de las más difundidas y arraigadas entre las mujeres. Nadie aventaja a la mujer en punto a adivinar los deseos y necesidades de los demás y dar- les los mejores consejos; nadie mejor que ella sabe satisfacer aquellos e imponer su voluntad; ní nadie, tampoco, goza lo que elia, encargándose de satisfacer las ajenas necesidades e imponiéndole su voluntad al prójimo.

Dirigir una familia es para el hombre una carga que echa sobre sus hombros, porque la religión, las leyes del Estado y las consideraciones sociales se lo imponen; para la mujer, en cambio, eso de criar a los hijos, gobernar una casa, cuidar de las criadas, proveer a las necesidades de la familia y tra- bajar y afanarse y hasta desesperarse por los suyos, lo que equivale a tener ocasión de ejercitar ése su intento altruísta de devoción y de dominio, es la meta de la felicidad a que as- pira.

Este instinto de dominio no se limita, por desgracia, a sus confines naturales. No se le puede despertar como la glándula lastífera cuando el niño nace y atrofiarlo luego, cuando se le desteta. Sino que existe en todas las mujeres cuando es necesario y cuando no lo es. Late ya cohibido en la mocita que arde en la impaciencia por ejecutarlo y perdu- ra en la mujer de edad, a la que los años, bodas y muertes han privado de su natural dominio.

La mujer sigue queriendo imponerles su voluntad a las personas que la rodean, hasta cuando no caen bajo de su jurisdicción, o no la necesitan, e incluso cuándo corre el ries- go de hacer desgraciados para toda la vida a aquella o aquel cuya felicidad anhela, y esto con tanta mayor terquedad y violencia cuanto menos ocasión encuentre su espíritu de do- minio de lograr satisfacción por las vías naturales; cuando no tiene a su cargo hijos pequeños, o una casa grande, o al- guna otra ocupación positiva o ideal que por entero la ab- sorba.

Suele atribuírse este espíritu de autoridad o egoísmo.

Pero el egoísmo no tiene aquí arte ni parte. Quien desea im-