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ción, y por una real cédula ordenó al gobernador de Chile convocara la junta de poblaciones con esa proposición. El gobernador electo de Chile, Cano de Aponte, estaba entonces aprestándose en España para el viaje, y en propia mano se le entregó la cédula en 1716.

El memorial de Rojas no podía llegar en peor ocasión; los indios habían arruinado la misión de Nahuelhuapí, y como por otra parte estaba fresco el recuerdo del infortunado Mascardi, la Junta de poblaciones chilena declaró que no valía la pena que se hiciera el reconocimiento de los pretendidos Césares solicitado por Rojas. Tan bajo se cotizaba ya el valor de la leyenda, que esta resolución no pareció digna de ser comunicada al Rey, y en Madrid ignoraban si se había hecho ó no algo sobre este particular, hasta que vino otro pretendiente por el estilo de Silvestre Rojas: un fraile franciscano, Pedro Jerónimo de la Cruz, que repitió la misma relación de los Césares, diciendo haberla recibido de su propio padre, y él se ofrecía para ir á evangelizar aquellas naciones.

Este religioso escribía desde Montevideo en 1724. El Consejo se acordó entonces de los informes que sobre esto se habían remitido á la Junta de Chile para misiones y descubrimientos, y expidió una