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una fortuna. El despojo de los templos peruanos y de las guacas ó sepulturas indias llenaban la medida á los rancheadores más codiciosos. En diferencia de dos años (1535-37) los 200 soldados de Heredia se repartieron en Cartagena el tesoro de Dabaiba, y los 480 de Pizarro el botín del Cuzco, tocando unos y otros á 6.000 pesos oro cada uno, equivalentes á 24.000 pesetas de la actual moneda.

Mucho faltaba aún por registrar en el ámbito indiano; de ahí que la imaginación de los conquistadores soñara con nuevas, opulentas ciudades. Creíase á pies juntillas que las imperiales México y el Cuzco se habían trasladado á misteriosos parajes. Tal como las relaciones de un Marcos de Niza pusieron de moda en el Virreinato de México las Siete ciudades de Cibola, donde un descendiente de Moctezuma había restaurado el fastuoso imperio azteca; tal en el Perú se creía en el gran Paititi ó gran Mojo, áurea resurrección del imperio quichua. Cada uno de estos mitos llevaba aparejada la suposición de encantadas ciudades.

Flor de los desiertos patagónicos fué la "ciudad encantada de "Los Césares", con suntuosos templos y magnífico caserío entre dos cerros liminares, uno de diamante, otro de oro. Tan gran ciudad era, que para cruzarla de extremo á extremo se ponían dos