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PRÓLOGO

maestro de escuela de aldea, como se dice en España, ó de mas ínfima categoría, porque mi escuela gauchesca estaba en despoblado. El caso es que yo enseñaba á hacer palotes y silabear a los hijos de los gauchos, y que éstos me enseñaron á su vez á ser jinete de la Pampa y á gustar la soledad y la independencia del hijo del desierto. Tan pagado estoy de mi magisterio pampeano, que no lo cambio por una cátedra de Buenos Aires; porque catedrático puede serlo un pedante—no digo que lo sea—, mientras que maestro de gauchitos solo puede serlo el sabio que canta Luis de León en su Vida del Campo.

Todo lo cual converge á un propósito, que es: asegurar á quien me leyere que no he pedido prestada á nadie la decoración escénica en que se mueven Los Césares, si quier el argumento lo sea.

En lo demás, el asunto de la leyenda es interesantísimo. Es el mito de una ciudad encantada de españoles perdidos en no se sabe qué punto de la Patagonia; y para cuya búsqueda y yescate se emprenden aventureros viajes. Su historia constituye uno de los temas más curiosos y más amenos del folklore argentino y chileno.