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vechar como combustible los huesos de las vacas que carneaban y hasta la boñiga que los bueyes carreteros iban derramando en el camino.

En estos descansos, á la hora del resistero, la llanura sin límites ofrecía á los viajeros raras visiones. Las menores ondulaciones de terreno cobraban á la vista proporciones extraordinarias, y las brillazones daban á los pajonales la apariencia de palmeras, sembrando de oasis fantásticos el océano pradial. Los más alucinados verían centellear en el horizonte, toda oro y esplendores, la imaginaria ciudad de los Césares, ó creería sorprender á alguno de éstos en galope vertiginoso por los aires, confundiéndolo con el indio que, á disiancia, perseguía á caballo el avestruz. El mangrullo, un palo alto á modo de cucaña, al que se encaramaban los vigías para explorar la campaña, era la improvisada atalaya del campamento. Una de las veces el bombero gritó que á ras del horizonte se divisaba una cosa extraña, algo así como una gigantesca esfinge, centinela, avanzada del desierto. Hernandarias destacó un escuadrón volante, y por los informes de los exploradores entendió que aquello era La Piedra del Tandil, ya conocida por él cuando su expedición con Garay.