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ro y mandó lavarle y curarle las heridas y diéranle de beber.

Para mayor agasajo, bebió ella la primera, como lo acostumbran los indios, y en voz baja le dijo que no temiera, que nada malo le había de pasar donde ella estaba. Hernandarias se lo agradeció, declarándose por su esclavo voluntario, pues su gracia le amparaba.

Un mes duró este cautiverio y en todo este tiempo Hernandarias y sus compañeros aseguraron la vida con el amparo de la hermosa hija del cacique.

Dos hermanos tenía esta que, como mozos aficionados á ejercicios violentos, cobraron afición á los caballos de los españoles y querían aprender equitación. Hernandarias se ofreció á ser su maestro y, como era tan buen jinete, les daba lección. Gustaban grandemente los mancebos de este entretenimiento, llevando siempre una guardia de flecheros para que no se escapara su maestro; pero poco á poco fueron perdiendo la desconfianza y muchas veces campeaban soles con él. Con esto Hernandarias ideó su evasión. La traza que tomó fué llevar un cuchillo escondido en los borceguíes—que no pudiera sin recelo llevar otras armas—y huir á caballo á la ventura, fiado en Dios y en su valor, que á una buena determinación ayuda la osadía. Había