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ción, forjada, como ya otra vez he dicho, en algunos lascivos pechos.
—No me puedo persuadir—dijo a esta sazón Arnaldo—que entre los que van por el mar navegando puedan entremeterse las blanduras de Venus ni los apetitos de su torpe hijo; al casto amor bien se le permite andar entre los peligros de la muerte, guardándose para mejor vida.
Esto dijo Arnaldo, por dar a entender a Auristela y a Periandro, y a todos aquellos que sus deseos conocían, cuán ajustados iban sus movimientos con los de la razón; y prosiguió diciendo:
—El príncipe, justa razón es que viva seguro entre sus vasallos, que el temor de las traiciones nace de la injusta vida del príncipe.
—Así es—respondió Mauricio—, y aun es bien que así sea; pero dejemos pasar este día, que si él da lugar a que llegue la noche sin sobresaltarnos, yo pediré y las daré albricias del buen suceso.
Iba el Sol a esta sazón a ponerse en los brazos de Tetis, y el mar se estaba con el mismo sosiego que hasta allí había tenido; soplaba favorable el viento; por parte ninguna se descubrían celajes que turbasen los marineros; el cielo, la mar, el viento, todos juntos y cada uno de por sí, prometían felicísimo viaje, cuando el prudente Mauricio dijo en voz turbada y alta:
—¡Sin duda nos anegamos! ¡Anegámonos, sin duda!