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mar no conocida, amenazados de todas las inclemencias del cielo y faltos de la comodidad que les podía ofrecer la tierra; el esquife, sin remos y sin bastimentos, y la hambre, sólo detenida de la pesadumbre que sintieron. Mauricio, que había quedado por patrón y por marinero del esquife, ni tenía con qué ni sabía cómo guialle; antes, según los llantos, gemidos y suspiros de los que en él iban, podía temer que ellos mismos le anegarían; miraba las estrellas, y, aunque no parecían de todo en todo, algunas, que por entre la escuridad se mostraban, le daban indicio de venidera serenidad, pero no le mostraban en qué parte se hallaba. No consintió el sentimiento que el sueño aliviase su angustia, porque se les pasó la noche velando, y se vino el día, no a más andar, como dicen, sino para más penar, porque con él descubrieron por todas partes el mar cerca y lejos, por ver si topaban los ojos con la barca que les llevaba las almas, o alguno otro bajel que les prometiese ayuda y socorro en su necesidad; pero no descubrieron otra cosa que una isla a su mano izquierda, que juntamente los alegró y los entristeció: nació la alegría de ver cerca la tierra, y la tristeza, de la imposibilidad de poder llegar a ella, si ya el viento no los llevase. Mauricio era el que más confiaba de la salud de todos, por haber hallado, como se ha dicho, en la figura que, como judiciario, había levantado, que aquel suceso no amenazaba muerte, sino descomodidades casi mortales.