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la cabeza Antonio a tiempo, y en lugar donde nadie los podía ver, y viendo junto a sí a Rosamunda, le dijo:
—La cosa de que menos necesidad tengo, en ésta que agora padecemos, es la de tu compañía. ¿Qué quieres, Rosamunda? Vuélvete, que ni tú tienes armas con qué matar género de caza alguna, ni yo podré acomodar el paso a esperarte. ¿Qué me sigues?
—¡Oh inexperto mozo—respondió la mujer torpe—, y cuán lejos estás de conocer la intención con que te sigo y la deuda que me debes!
Y en esto se llegó junto a él, y prosiguió diciendo:
—Ves aquí, ¡oh nuevo cazador, más hermoso que Apolo!, otra nueva Dafne, que no te huye, sino que te sigue. No mires que ya a mi belleza la marchita el rigor de edad, ligera siempre, sino considera en mí a la que fué Rosamunda, domadora de las cervices de los reyes y de la libertad de los más exentos hombres. Yo te adoro, generoso joven, y aquí, entre estos hielos y nieves, el amoroso fuego me está haciendo ceniza el corazón. Gocémonos, y tenme por tuya, que yo te llevaré a parte donde llenes las manos de tesoros, para ti, sin duda alguna, de mí recogidos y guardados, si llegamos a Inglaterra, donde mil bandos de muerte tienen amenazada mi vida. Escondido te llevaré adonde te entregues en más oro que tuvo Midas y en más riquezas que acumuló Creso.