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tablachinas, con que cubrieron los pechos, y, con dos cortadoras espadas en los brazos, saltaron de nuevo en tierra. Auristela, llena de sobresalto y temor, casi con certidumbre de algún nuevo mal, acudió a ver la desmayada y hermosa doncella, y lo mismo hicieron todos los demás. Los caballeros dijeron:
—Esperad, señores, y estad atentos a lo que queremos deciros.
—Este caballero y yo—dijo el uno—tenemos concertado de pelear por la posesión de esa enferma doncella que ahí veis; la muerte ha de dar la sentencia en favor del otro, sin que haya otro medio alguno que ataje en ninguna manera nuestra amorosa pendencia, si ya no es que ella, de su voluntad, ha de escoger cuál de nosotros dos ha de ser su esposo, con que hará envainar nuestras espadas y sosegar nuestros espíritus. Lo que pedimos es que no estorbéis en manera alguna nuestra porfía, la cual llevaremos hasta el cabo, sin tener temor que nadie nos la estorbara, si no os hubiéramos menester para que mirárades. Si estas soledades pueden ofrecer algún remedio para dilatar siquiera la vida de esa doncella, que es tan poderosa para acabar las nuestras, la priesa que nos obliga a dar conclusión a nuestro negocio no nos da lugar para preguntaros por ahora quién sois ni cómo estáis en este lugar tan solo, y tan sin remos, que no los tenéis, según parece, para desviaros desta isla tan sola, que aun de animales no es habitada.