Mauricio les respondió que no saldrían un punto de lo que querían; y luego echaron los dos mano a las espadas, sin querer que la enferma doncella declarase primero su voluntad, remitiendo antes su pendencia a las armas que a los deseos de la dama. Arremetieron el uno contra el otro, y, sin mirar reglas, movimientos, entradas, salidas y compases, a los primeros golpes el uno quedó pasado el corazón de parte a parte, y el otro, abierta la cabeza por medio; éste le concedió el cielo tanto espacio de vida, que le tuvo de llegar a la doncella y juntar su rostro con el suyo, diciéndole:
—¡Vencí, señora! ¡Mía eres! Y, aunque ha de durar poco el bien de poseerte, el pensar que un solo instante te podré tener por mía, me tengo por el más venturoso hombre del mundo. Recibe, señora, esta alma, que envuelta en estos últimos alientos te envío; dales lugar en tu pecho, sin que pidas licencia a tu honestidad, pues el nombre de esposo a todo esto da licencia.
La sangre de la herida bañó el rostro de la dama, la cual estaba tan sin sentido, que no respondió palabra. Los dos marineros que habían guiado el esquife de la nave saltaron en tierra y fueron con presteza a requerir así al muerto de la estocada como al herido en la cabeza, el cual, puesta su boca con la de su tan caramente comprada esposa, envió su alma a los aires y dejó caer el cuerpo sobre la tierra. Auristela, que todas estas acciones había estado mirando, antes de des-