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sin que a él le tocasen, como decirse suele, un pelo de la ropa. Alzó la voz el pueblo, y, de común consentimiento, le dieron el premio primero. Luego se acomodaron otros seis a la lucha, donde con mayor gallardía dió de sí muestra el mozo: descubrió sus dilatadas espaldas, sus anchos y fortísimos pechos, y los nervios y músculos de sus fuertes brazos, con los cuales, y con destreza y maña increíble, hizo que las espaldas de los seis luchadores, a despecho y pesar suyo, quedasen impresas en la tierra. Asió luego de una pesada barra que estaba hincada en el suelo, porque le dijeron que era el tirarla el cuarto certamen; sompesóla, y haciendo de señas a la gente que estaba delante para que le diesen lugar donde el tiro cupiese, tomando la barra por la una punta, sin volver el brazo atrás, la impelió con tanta fuerza, que, pasando los límites de la marina, fué menester que el mar se los diese, en el cual bien adentro quedó sepultada la barra. Esta monstruosidad, notada de sus contrarios, les desmayó los bríos, y no osaron probarse en la contienda. Pusiéronle luego la ballesta en las manos y algunas flechas, y mostráronle un árbol muy alto y muy liso, al cabo del cual estaba hincada una media lanza, y en ella, de un hilo, estaba asida una paloma, a la cual habían de tirar no más de un tiro los que en aquel certamen quisiesen probarse.
”Uno, que presumía de certero, se adelantó y tomó la mano, creo yo, pensando derribar la