zada a guardarle. En sabiendo quién soy, que sí sabrás, si el cielo quiere, verás las disculpas de mis sobresaltos; sabiendo la causa de do nacen, verás castos pensamientos acometidos, pero no turbados; verás desdichas sin ser buscadas, y laberintos que, por venturas no imaginadas, han tenido salida de sus enredos. ¿Ves cuán grande es el nudo del parentesco de un hermano? Pues sobre éste tengo yo otro mayor con Periandro. ¿Ves asimismo cuán propio es de los enamorados ser celosos? Pues con más propiedad tengo yo celos de mi hermano. Este capitán, amiga, ¿no exageró la hermosura de Sinforosa, y ella, al coronar las sienes de Periandro, no le miró? Sí, sin duda. Y mi hermano, ¿nó es del valor y de la belleza que tú has visto? ¿Pues qué mucho que haya despertado en el pensamiento de Sinforosa alguno que le haga olvidar de su hermana?
—Advierte, señora—respondió Transila—, que, todo cuanto el capitán ha contado sucedió antes de la prisión de la ínsula bárbara, y que después acá os habéis visto y comunicado, donde habrá hallado que, ni él tiene amor a nadie, ni cuida de otra cosa que de darte gusto; y no creo yo que las fuerzas de los celos lleguen a tanto que alcancen a tenerlos una hermana de un su hermano.
—Mira, hija Transila—dijo Mauricio—, que las condiciones de amor son tan diferentes como injustas, y sus leyes tan muchas como variables; procura ser tan discreta que no apures los pen-